Hevensdei, Crudo Invierno/Feliz Primavera 8, año 7471 según el Cómputo de la Comarca.
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Esa era la parte que más me gustaba: el segundo antes de la muerte, la horrible instancia en la que no hay vuelta atrás. Disfrutaba enormemente aquello, como un feroz adicto, y luego procedía, como era habitual, a la extracción de la humanidad. Así es como los Lobos llamamos a nuestra arma más poderosa, nuestra habilidad por excelencia... así es como saciamos el hambre. Tomamos a la víctima, e identificamos de inmediato el punto álgido de su energía, donde ésta resulta más apetitosa. Luego, robamos esa fuerza vital mediante un canal creado a partir de ese punto, que generalmente es el corazón, el lugar más propicio ya que allí la sangre es bombeada y posteriormente bebida por nosotros. Todos sabemos lo valiosa que es esa “vida” borboteante y poderosa... En fin, gracias a esta técnica (directa y sin rituales) el cuerpo queda completamente seco y abandonado, a excepción del alma que sigue pululando en el interior sin posibilidad de liberarse. La condenamos a la soledad eterna, y nos marchamos, llevándonos consigo su sangre, su vitalidad, y sus memorias. El resto es inservible. ¿Para qué querríamos apoderarnos del alma de un desdichado sin ideales? Me dolía el estómago de sólo pensarlo, aunque eso ahora no importaba. Sentía la desesperación bulléndome en las venas. Devoraría a esa mujer sin remilgos. La despojaría de sus entrañas y lo mejor de todo: no la compartiría con nadie. Tenía ese derecho, no por nada poseía el rango de volkodlak beta. Yo era el sucesor, el siguiente en la línea destinada a ejercer el exterminio. Pasé la lengua por mis labios resecos, y me avoqué a la acción.
Sin embargo, algo inesperado sucedió. ¡Mierda, mierda, mierda, MIERDA! En aquel par de segundos que me demoré en llegar al lado de la mujer, pasé por alto el cuerpo tirado detrás del tacho de basura, con las tripas afuera y envuelto en sangre, la misma sangre que marcaba el enorme círculo que rodeaba a la mujer y que yo había traspasado sin percatarme. Mil maldiciones quisieron brotar de mis labios, pero murieron antes de ver la luz. La mujer esbozó una ligera sonrisa y abrió los ojos, que a mi parecer eran demasiado grandes para el común de las personas. Unos ojos abismantes, cuyo iris no poseía ni color, ni brillo, como si se tratase de una ceguera incurable; aunque las pupilas, muy dilatadas, estaban fijas en mí. Sus pestañas apenas se movían, y su rostro parecía de cera, pálido e irreal. Una parte de mí sintió terror fuera de límite. No me hallaba ante una recolectora de almas, como había pensado hace un par de segundos. Ésta era algo peor: una mediadora, una mujer chamán. Traté de zafarme, pero me fue imposible; como bien sabía, el círculo me permitía entrar pero no salir, como todos los círculos basados en la muerte. Y si la realizadora había sido una de esos asquerosos brujos, debía temer lo peor. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado? Los Lobos sabíamos que por ningún motivo debíamos encontrarnos con un mediador, porque desde que tenemos memoria, son nuestros enemigos y a la vez, destructores. En La Estepa siempre nos inculcaron esa regla: jamás te enfrentes a un chamán, a menos que quieras vagar en el mundo de los espíritus. Nuestro Alfa nos contó todas las leyendas habidas y por haber de enfrentamientos entre Chamanes y Lobos, y ninguna tenía un final agradable. Cómo en este instante, en que yo me encontraba atrapado en la mirada mortal de una de ellos. Antes de abandonar toda mi fiereza y dejarme llevar por el pavor, intenté recordar todo lo que sabía del clan enemigo.
Ellos se reunían en el otro extremo de la ciudad, lejos de La Estepa, la villa donde los Lobos vivían en comunidad desde hace una treintena de años. Su clan siempre fue más selecto que el nuestro, y por lo tanto, más pequeño. A los Lobos siempre llegaban miembros nuevos, jóvenes ardientes, llenos de valor, iniciativa y fuerza de combate. Jóvenes con el ánimo de cambiar el mundo mediante el exterminio de los humanos innobles, no merecedores de la vida por ser demasiado comunes y corrientes. En cambio, los Mediadores no recibían a nadie. Ellos eran los que buscaban, elegían e instruían; todo con el fin de contrarrestar nuestra rebelión. Al ser una sociedad secreta, no podíamos conocer sus rangos, oficios ni estrategias. Vivíamos con toda la cautela que nos era posible, pero dadas las circunstancias, era difícil. Necesitábamos correr por las calles todas las noches, limpiar la ciudad y alimentarnos de paso. Esa era, es y será nuestra misión. Pero la misión de los chamanes nunca la tuve clara.
Se asomaron a mi mente imágenes de aquellas antiguas historias, volkodlaks ensangrentados, descabezados y posteriormente quemados en hogueras demoníacas. Chamanes de ojos vacíos comiéndose los corazones de los Lobos caídos, usando su pelaje como abrigos para el invierno, guardando las tripas para realizar conjuros e invocaciones. Y lo peor de todo: el desprendimiento del alma. Para un Lobo, su alma es lo más preciado. Sin ella, no se puede aullar, no se puede existir. Y eso los chamanes lo sabían. Esa mujer, en especial, lo sabía. Porque el cuerpo destrozado que yacía a su lado era uno de mi clan. Su sangre manchaba la acera, y pronto la mía también lo haría. ¿Podía estar tan seguro? Sí, si podía. Algo en mí me lo decía. Con toda mi voluntad, intenté desviar la mirada, pero tenía su rostro muy cerca del mío, burlón y amenazador. Y sus ojos desvaídos me recorrían intensamente, con el claro propósito de producirme dolor. Mucho dolor. Sentí una punzada en el pecho, y me desvanecí en el acto; pero no caí, si no que seguí flotando ante ella, mientras soltaba una risa monocorde y estiraba sus delgados brazos pintados de rojo.